La radiodifusión francesa me había ofrecido una de sus emisiones, la que
llama "Carta blanca". La acepté con el fin de hablar de la Infancia criminal.
Mi texto, aceptado en principio por M. Femand Pouey, acaba de
ser rechazado. En lugar de orgullo experimenté cierta vergüenza. Yo hubiera
querido hacer oír la voz del criminal. No su lamento sino su canto
de gloria. Una vana preocupación de ser sincero me lo impide, pero de
ser sincero menos por la exactitud de los hechos que por obediencia a los
acentos un poco roncos, los únicos capaces de decir mi emoción, mi verdad,
la emoción y la verdad de mis amigos.
Los diarios se sorprendieron de que un teatro estuviese a disposición de
un ladrón -y de un pederasta. No puedo por tanto hablar ante el micrófono
oficial. Repito que tengo vergüenza. Sin embargo me hubiese quedado
en la noche, pero al borde del día, y regreso a las tinieblas de las cuales
hacía tantos esfuerzos por arrancarme.
El discurso que leerán fue escrito para ser oído. Lo publico a pesar de todo,
pero sin la esperanza de ser leído por aquéllos que amo.
En la Radio, lo hubiese hecho preceder por un interrogatorio -administrado
por mí- a un juez, a un director de penitenciaría, a un psiquiatra oficial.
Todos se negaron a responder....
los desprecian y los abandonan.
Para ustedes, no preconizo nada. Desde el momento en que hablo me dirijo menos a los educadores que a los culpables. Para la sociedad, en su favor, no quiero inventar algún dispositivo nuevo con el objeto de que ella se proteja. Confío en ella: ella sabrá bien, sola, cuidarse del gracioso peligro que son los niños criminales. Es a ellos a los que hablo. Les pido que no se avergüencen jamás de lo que hicieron, que conserven intacta en ellos la rebeldía que los ha hecho tan bellos. No hay remedios, así lo espero, contra el heroísmo. Pero, tengan cuidado, si hay entre los valientes que me escuchan algunos que no han cambiado la sintonía, que sepan que tienen que asumir hasta el fondo la vergüenza, la infamia de ser almas bellas. Que juren ser salvajes hasta el fin. Serán crueles para agudizar aún más una crueldad con la que los niños resplandecerán. Quien por la dulzura o los privilegios intenta atenuar o abolir la rebelión destruye para sí toda oportunidad de salvación. Y nadie puede excusar el crimen si no ha sido antes culpable o condenado.
Morismas de esta clase parecen surgir suscitados por ese lirismo del que hablaba hace un momento. Lo admito. Para enunciarlos, no me apoyo sino en una sola autoridad: el dolor que experimentaría al proponerles lo contrario. Pero ustedes mismos, ¿sobre qué hacen descansar sus reglas morales? Sufran, por lo tanto, que un poeta, que es también un enemigo, les hable como poeta y como enemigo. El único medio que tendrán las grandes personas, los hombres honestos, de salvaguardar cualquier belleza moral, es el de negar toda piedad a los muchachos que no quieren hacerlo. Porque no crean, Señores, Señoras, Señoritas, que les basta con inclinarse con solicitud, con indulgencia, con un interés comprensivo hacia el niño criminal para tener derecho a su afecto y a su gratitud: habría que ser este niño, tendrían que ser también ustedes el crimen y santificarlo por una vida magnífica, es decir, por la audacia de romper con la omnipotencia del mundo. Ya que nos dividimos desde que lo hemos querido, que nos atrevimos a esta ruptura entre los no culpables (no digo inocentes), los no culpables entre los que están ustedes y los culpables que somos nosotros, sepan que hay toda una
vida que los conducía de este lado de la barrera desde donde ustedes creen poder, sin peligro y para vuestro bienestar moral, tendemos una mano de auxilio. En lo que a mí respecta, he elegido: estaré del lado del crimen. Y ayudaré a los niños no a recuperar vuestras casas, vuestras fábricas, vuestras
escuelas, vuestras leyes y vuestros sacramentos sino a violarlos.
¡Ay! Temo no tener ya esa misma virtud desde el momento en que, por algo que no es solamente un error de los organizadores de estas charlas, acepté demasiado fácilmente hablar por radio. Los diarios muestran aún las fotografías de cadáveres que desbordan los silos o cubren las llanuras, atrapados en las zarzas erizadas de púas, en los hornos crematorios; muestran uñas arrancadas, pieles tatuadas,
curtidas por los reflectores: son los crímenes hitlerianos. Pero nadie se ha dado cuenta de que desde siempre en las cárceles de niños, en las prisiones de Francia, hay torturadores que martirizan a los niños y a los hombres. No es importante saber si unos son inocentes y otros culpables a los ojos de una justicia más que humana o solamente humana. A los ojos de los Alemanes, los Franceses eran culpables. Nos han maltratado tanto en prisión, y tan cobardemente, que siento envidia por vuestras torturas. Porque son similares y aun mejores que las nuestras. Bajo la acción del calor la planta se ha desarrollado. Ya que fue sembrada por los burgueses que hicieron las prisiones de piedra, con sus guardianes de la carne y del espíritu, me alegro de ver finalmente consumido al sembrador. Estos valientes hombres, que son hoy un nombre dorado sobre el mármol, aplaudían cuando pasábamos con los tobillos engrillados y un policía nos rompía las costillas. Una sola bofetada de sus gendarmes fue vivificada por la sangre ardiente de los héroes del Norte, se ha desarrollado hasta convertirse en una planta maravillosa de belleza, de tacto y de habilidad, una rosa cuyos pétalos torcidos, rasgados, que muestran el rojo y el rosa bajo un sol de infierno lleva nombres terribles: Maídenek, Belsen, Auschwitz, Mauthasen, Dora. Me saco el sombrero.
Pero seguiremos siendo vuestro remordimiento. Y sin ninguna otra razón que para embellecer todavía más nuestra aventura, porque sabemos que su belleza depende de la distancia que nos separa de ustedes, porque lleguemos donde lleguemos, lo sé, las riberas no son diferentes, pero en vuestras playas bien ancladas os distinguimos pequeños, gráciles, caprichosos, adivinamos vuestra impotencia y vuestras bendiciones. De todos modos, alégrense. Si los malvados, los crueles, representan la fuerza
contra la que ustedes luchan, queremos ser esta fuerza del mal. Seremos la materia que resiste y sin la que no habría artistas. Charlatanería romántica, dirán ustedes. Ahora bien, sé que la moral en nombre de la cual ustedes persiguen a los niños, apenas si la aplican. No se los reprocho. Vuestro mérito
consiste en profesar principios que tienden a regir vuestra vida. Pero tienen demasiado poca fuerza para entregarse completamente a la virtud, ni completamente al Mal. Ustedes preconizan una y reniegan del otro, del que sin embargo se benefician. Reconozco vuestro sentido práctico. Pero
no puedo cantarlo. ¡Acúsenme por tanto de lirismo! Pero si ocurre que uno de vuestros jueces, un secretario de tribunal, un director de prisión hace en mi pecho estallar y elevarse un canto, señores, ustedes serán los primeros en enterarse.
Vuestra literatura, vuestras bellas artes, vuestras diversiones de sobremesa celebran el crimen. El talento de vuestros poetas ha glorificado al criminal que en la vida odiáis, sufrid que por nuestra parte despreciemos a vuestros poetas y a vuestros artistas. Podemos decir hoy que es necesaria una rara desvergüenza al comediante que se atreve a fingir en escena un asesinato cuando hay cada día niños y hombres cuyo crimen, si no siempre los conduce a la muerte, los carga con vuestro desprecio o con
vuestro delicioso perdón. Que cada criminal se las arregle con su acto. Es preciso que extraiga de ello los recursos mismos de su vida moral, organice ésta alrededor de sí mismo, obtenga de ella lo que la vuestra le rehúsa.
Para sí -y sólo para sí y por un tiempo muy breve, porque tenéis el poder de cortarle la cabeza- se convierte en un héroe tan bello como los que os conmueven en vuestros libros. Si vive, para seguir viviendo consigo, necesita más talento que el poeta más raro. Sin embargo, los héroes que llenan vuestros libros, vuestras tragedias, vuestros poemas, vuestros cuadros están hinchados, son todavía el
ornamento de vuestra vida al tiempo que despreciáis sus modelos desdichados.
Hacéis bien: ellos rechazan vuestra mano tendida. Si los que me escuchan vieron el film "Sciuscia", se sintieron conmovidos por el juego delicado del sentimiento de niños unidos por el amor más sutil. Admiraron la aventura que no se atrevieron a vivir, pero nadie pensará que existen esos héroes encantadores en la vida misma. Que roben verdaderos billetes de banco a verdaderos padres. Sin duda, lo que se llama el talento de los comediantes nos ha dado tan bellas imágenes; sin embargo, aquéllos que fueron sus modelos más o menos exactos, realmente han sufrido, han sangrado, han llorado (más raramente) y la gloria del mundo se les niega. Soportáis por tanto el heroísmo cuando está domesticado (señalo al pasar que vuestros hechiceros, vuestros artistas, lo domestican
para vosotros, abordándolo sin embargo de lejos). Ignoráis el heroísmo en su verdadera naturaleza de carne, que sufre en el mismo plano cotidiano que vosotros mismos. La verdadera grandeza os roza. Vosotros la ignoráis y preferís su simulación.
Ahora bien, si los niños tienen la audacia de deciros no, castigadlos. Sed duros para que no os usen. Pero desde hace mucho tiempo, hacéis trampa. En vuestros Tribunales, en vuestras Cortes, ya no observáis el ceremonial del ritual -no porque lo hayáis reemplazado por una crueldad
más íntima, una crueldad en pijama, si puedo decirlo así, sino porque por una grave ligereza (un grave descuido), vosotros venís a la sala de audiencias con un vestido remendado cuyos forros a veces no son ni siquiera de seda sino de rayón o de lustrina. Aplicaréis por tanto todas las reglas del
código y ante todo las más formales. El niño criminal ya no cree en vuestra dignidad, porque se ha dado cuenta de que estaba hecha de un cordón desteñido, de un galón descosido, de una piel gastada. El lucro, el polvo y la pobreza de vuestras sesiones lo desconsuelan. Está a punto de ofreceros un poco de majestad que sabe obtener de una sesión más solemne donde comparece en secreto mientras vosotros proseguís bajo sus ojos vuestro infantil simulacro. Por poco, la familiaridad os conduciría a darles golpecitos en las mejillas, a tomarle el mentón, si no temiéseis que se os acusase no de indulgencia paterna sino de abominables sentimientos. Pero yo me alegro de que no sea así, y mi humor os parece muy pesado. Vosotros estáis seguros de que salvaréis a esos niños. Felizmente a la belleza de los pillos de más edad que ellos admiran, a los asesinos altaneros, no podréis oponer nunca más que vigilantes ridículos, apretados en un uniforme mal cortado y mal llevado. No hay ninguno de vuestros funcionarios capaz de conducir a los niños y hacerles tener éxito en la aventura que ellos mismos han iniciado. Nada reemplazará la seducción de los fuera-de-la-ley. Porque el acto criminal tiene más importancia que cualquier otro, ya que es aquél por el cual uno se opone a una fuerza tan
grande, moral y física.
Creéis, también, en la belleza de Vacher, de Weimann, del Ángel Sol. Me levanto contra esta afirmación: "que había en ellos maravillosas posibilidades de las que se habría podido sacar partido...". He aquí un lenguaje que sólo vosotros podéis sostener, es el de la sociedad, pero estaríais
en problemas si os interrogara con rigor. Ellos han extraído de sí mismos las más maravillosas posibilidades. Os queda, si no los conquistáis con dulzura, curar a los niños, porque tenéis a vuestros psiquiatras. A propósito de estos últimos, bastaría plantear algunas cuestiones simples y cien veces planteadas. Si su función consiste en modificar el comportamiento moral/de los niños, ¿es para elevarlos a qué moral? ¿Se trata de la que se enseña en los manuales escolares? Pero el hombre de ciencia no se atrevería a tomarla en serio. ¿Se trata de una moral particular elaborada por cada médico? ¿De dónde saca éste su autoridad? ¿Para qué esas preguntas? Se las escamoteará. Sé que se
trata de la moral corriente, y el psiquiatra queda bien parado dando a los niños el bello nombre de inadaptados. ¿Qué puedo responder? A vuestras artimañas opondré siempre mi astucia.
Hoy, ya que está permitido por quién sabe qué error, a un poeta que fue de los suyos, hablar por este micrófono, quiero volver a expresar mi ternura por esos muchachos sin piedad. Casi no tengo ilusiones. Hablo en el vacío y en la oscuridad, sin embargo aunque sólo fuese para mí,
quiero todavía insultar a los que insultan.
Traducción de Adriana Astutti y Sergio Cueto