El niño criminal!
lean Genet(1948)
La radiodifusión francesa me había ofrecido una de sus emisiones, la que llama "Carta blanca". La acepté con el fin de hablar de la Infancia criminal. Mi texto, aceptado en principio por M. Femand Pouey, acaba de ser rechazado. En lugar de orgullo experimenté cierta vergüenza. Yo hubiera querido hacer oír la voz del criminal. No su lamento sino su canto de gloria. Una vana preocupación de ser sincero me lo impide, pero de ser sincero menos por la exactitud de los hechos que por obediencia a los acentos un poco roncos, los únicos capaces de decir mi emoción, mi verdad, la emoción y la verdad de mis amigos. Los diarios se sorprendieron de que un teatro estuviese a disposición de un ladrón -y de un pederasta. No puedo por tanto hablar ante el micrófono oficial. Repito que tengo vergüenza. Sin embargo me hubiese quedado en la noche, pero al borde del día, y regreso a las tinieblas de las cuales hacía tantos esfuerzos por arrancarme. El discurso que leerán fue escrito para ser oído. Lo publico a pesar de todo, pero sin la esperanza de ser leído por aquéllos que amo. En la Radio, lo hubiese hecho preceder por un interrogatorio -administrado por mí- a un juez, a un director de penitenciaría, a un psiquiatra oficial. Todos se negaron a responder....
I.G.
Tengan a bien comprender, y excusar, mi emoción, al exponer una aventura que fue también la mía. Al misterio que son ustedes me es preciso oponer y deve1ar el misterio de los presidios infantiles. Dispersos en la campiña francesa, a menudo en la más elegante, hay ciertos lugares que no han dejado de fascinarme. Son las casas de corrección, cuyos títulos oficiales y por demás refinados son hoy: "Patronato de rehabilitación moral, Centro de reeducación, Casa de recuperación de la infancia delictiva, etc.".
El cambio de nombre es ya un signo. Las expresiones "Casa de corrección" y a veces "Penitenciaría", que se han vuelto una especie de nombre propio, o, más exactamente aún, que designan un lugar ideal y cruel situado muy profundamente en el corazón del niño, tenían una violencia que los educadores
han tratado de debilitar. De todos modos, así lo espero, secretamente los niños, a pesar de los términos reveladores, de una higiene tan necia, reconocen los nombres de Penitenciaría o Cárcel. Excepto que ahora los sitúan más en una región moral que en un punto preciso del espacio. Era
tonto atacar el nombre creyendo que cambiaría la idea de la cosa nombrada ya que esta cosa es, si me atrevo a decirlo, viviente. Ya que ella se hace por el sólo movimiento, por el solo ir y venir del elemento más creador: los niños delincuentes. O criminales. Quiero decir que este sitio del mundo
que lleva los nombres citados más arriba tiene su reflejo, su imagen más bien, su foco en el alma de los niños. Retomaré esta idea enseguida.
Saint-Maurice, Saint-Hilaire, Belle-Isle, Eysse, Aniane, Montesson, Mettray, son algunos de los nombres que quizá no significan nada para vosotros. En la cabeza de cada niño que acaba de cometer un delito o un crimen, son la proyección, por un tiempo definitivo, de su destino.
"Estoy condenado a los veintiuno" se dice.
Cometen un error (voluntariamente), ya que la conclusión del tribunal que los juzga es ésta: "Liberado por haber actuado sin discernimiento, y confiado hasta la mayoría de edad al patronato de recuperación...", Mas el joven criminal rechaza la indulgente comprensión, y la solicitud, de una sociedad contra la que acaba de rebelarse cometiendo su primer delito. Habiendo adquirido a los quince o dieciséis años, o antes, una mayoría de edad que los más valientes no tendrán ni siquiera a los sesenta, él desprecia su bondad. Exige que su castigo carezca de dulzura. Exige ante todo que los términos que lo definen sean el signo de una crueldad mayor. Es con una especie de vergüenza que el niño confiesa que se lo ha perdonado o que se lo ha condenado a una pena ligera. Él desea el rigor. Lo exige.
En sí mismo mantiene el sueño de que la forma que tomará el castigo será un infierno terrible, y la casa de corrección el lugar del mundo de que no se vuelve. En efecto, de allí no se volvía. Al salir se era otro. Se había atravesado una hoguera. Y los nombres que he citado recién no son indiferentes: están cargados de un sentido, de un peso de terror que los niños además exageran. Ahora bien, esos nombres serán la prueba de su violencia, de su fuerza, de su virilidad. Porque es precisamente ella la que los niños van a conquistar. Exigen que la prueba sea terrible. A fin de agotar quizá una impaciente necesidad de heroísmo.
Mettray, en mi juventud, estaba entre los nombres más prestigiosos: bajo los golpes de un generoso imbécil, Mettray ha desaparecido. Hoyes una colonia agrícola, creo. Era, antaño, un sitio severo. Desde su llegada a esta fortaleza de laureles y de flores -porque Mettray no estaba cercada por murallas- el joven fuera de la ley que desde ese momento llevaba el nombre de colono era el objeto de mil cuidados destinados a probarle su éxito criminal. Se lo encerraba en Una celda pintada por completo de negro (incluso el techo). Después se lo vestía con un uniforme célebre en la región por evocar el espanto y la ignominia. Después, en el curso de su residencia, el colono conocía otras pruebas: las trifulcas, a veces mortales, que los guardias no detenían, las hamacas de los dormitorios, los silencios durante el trabajo y las comidas, las oraciones ridículamente pronunciadas, los castigos de cuartel, los cepos, los pies desollados, la ronda al sol a paso acompasado, la escudilla de agua fría, etc. Nosotros conocíamos todo eso en Mettray a lo que, como se responden los ecos, respondían
el suplicio de los pozos en Belle-Isle, la fosa, la tumba, la escudilla vacía, el cuartel, el juego de las letrinas, la sala de disciplina en las otras colonias.
Los colegios, las escuelas, los liceos, tienen una disciplina que también puede parecer muy severa e impiadosa a las naturalezas sensibles. Responderemos que el colegio no está hecho por los niños. Está hecho para ellos. En cuanto a las penitenciarías, son indiscutiblemente la proyección en el plano físico del deseo de severidad enterrado en el corazón de los jóvenes criminales. Esas crueldades que enumeraba no las imputaré a los directores ni a los guardianes de otro tiempo: éstos no eran más que los testigos atentos, incluso feroces, pero conscientes de su rol de adversarios. Esas crueldades debían nacer y desarrollarse necesariamente del ardor de los niños por el mal. (El mal: entendemos por ello esta voluntad, esta audacia de perseguir un destino contrario a todas las reglas). El niño criminal es aquél que ha forzado una puerta que da a un lugar prohibido. Él quiere que esta puerta se abra sobre el paisaje más bello del mundo, exige que la cárcel que ha merecido sea feroz. Digna, en fin, del mal que él se ha hecho para conquistarla.
Desde hace algunos años, hombres de buena voluntad intentan suavizar todo esto. Esperan -y a veces lo consiguen- ganar almas para la sociedad. Hacemos, dicen ellos, regresar al recto camino. Las reformas felizmente son de superficie. No alteran la forma. Pero ¿qué han hecho? Al guardián le han dado otro nombre: el celador. También lo han vestido con un uniforme que recuerda un poco menos
al de los guardias de las prisiones. Lo han obligado a servirse menos de la violencia física y del insulto y le han prohibido los golpes. En el interior de este Patronato han dulcificado la disciplina. Han dado a los que ellos llaman los reeducados la posibilidad de elegir un oficio. Han acordado
en el trabajo y en el juego más libertad. Los niños pueden hablar entre ellos, dirigirse al celador ¡O al director! Se favorece el deporte. Los equipos de fútbol de Saint-Hilaire se enfrentan a los de los pueblos vecinos y los jugadores se desplazan a veces solos de un pueblo a otro. En el Patronato se tolera la prensa. Una prensa sin embargo seleccionada, depurada. Se ha mejorado la alimentación. Tenemos chocolate los domingos a la mañana. Por último, lo que debería dar la medida de la eficacia de estas reformas: el argot está allí proscrito. En síntesis, se acuerda a los jóvenes criminales una vida próxima a la vida más banal. Se la llama regeneración.
La sociedad busca eliminar o volver inofensivos los elementos que tienden a corromperla. Parece que quiere disminuir la distancia moral entre la falta y el castigo, o mejor, el pasaje de la falta a la idea de castigo. Tal empresa de castración va de suyo. Esto apenas si me conmueve. En efecto, si los colonos en Saint-Hilaire o en Belle-Isle llevan una vida en apariencia semejante a la de una escuela de aprendices, no pueden no saber que aquello que los reúne allí, en ese sitio particular, es el mal. Y al
ser mantenida en secreto, no exhalada, esta razón infla cada intención de cada niño.
Al argot habitual que se les prohíbe, los colonos lo han sustituido por otro, más sutil aún y que, por un mecanismo que no puedo explicar delante de este micrófono, se acerca al argot de Mettray. En Saint-Hilaire, uno de ellos, con el que me había familiarizado, me dijo un día: "Cuando dije que el compañero se había salvado, no repitas al director que dije que se había escapado". Él había soltado la palabra. Es la misma que empleábamos en Mettray para hablar de un chico que se escapa, se salva, al que los campesinos persiguen por el bosque como a una cierva", Yo estaba al corriente de un lenguaje secreto, más sabio que aquél que se quería abolir, y me pregunto si no servía para expresar sentimientos demasiado cuidadosamente ocultos. Los educadores tienen la ingenuidad de una samaritana, y su bondad de alma. El director de uno de los Patronatos me mostró en su
escritorio un día una panoplia "de la que parecía orgulloso: una veintena de cuchillos confiscados a los chicos. "Señor Genet, me dice, la Administración me obliga a confiscarles esos cuchillos. Por lo tanto, obedezco. Pero mírelos. ¿Me quiere decir si son peligrosos? Son de hojalata. ¡De hojalata!
Con esto no se puede matar a nadie". ¿Ignoraba que fuera de su destino práctico, el objeto se transforma, que se vuelve un símbolo? Su forma misma a veces cambia: se dice que se ha estilizado. Es entonces que actúa sordamente, hace en el alma de los niños los más terribles estragos. Hundido en un jergón durante la noche u oculto en el doblez de una chaqueta, de un pantalón más bien -no
por mayor comodidad sino con el fin de acercarlo al órgano del que es símbolo profundo- es el signo mismo de la muerte que el niño no cometerá efectivamente, pero que fecundará su ensueño y lo dirigirá, así lo espero, hacia las manifestaciones más criminales. ¿De qué sirve entonces que se lo quiten? El niño, como signo de asesinato, elegirá otro objeto, de apariencia más benigna, y si también se lo sustraen, guardará preciosamente en sí mismo la imagen, más precisa, del arma.
El mismo director me mostró el equipo de scouts que había formado con el fin de recompensar a los niños más dóciles. Vi entonces una docena de jóvenes muchachos, hipócritas y feos, que se habían dejado caer en la trampa de las buenas intenciones. Cantaron ridículas canciones de caminos que están lejos de tener la fuerza de evocación de las quejas sentimentales u obscenas que cantan de noche en los dormitorios o en las celdas. Mirando a esos doce muchachos, estaba claro que ninguno de ellos había sido designado, elegido, con el fin de formar parte de una expedición audaz aunque sólo fuese imaginaria. Pero en el interior de la Penitenciaría, y a pesar de los educadores, existían, lo sé, grupos, bandas más bien,cuyo lazo de unión era la amistad, la audacia, la astucia, la insolencia,
el gusto de la pereza, un aire en la frente a la vez sombrío y gozoso, ese gusto de la aventura contra las reglas del Bien.
Me excuso por emplear un lenguaje tan poco preciso, en apariencia, como el mío. Consideren que intento definir una actitud moral y justifIcarla. Reconozco que quiero sobre todo interpretarla, y hacerlo contra ustedes. ¿Pero no serán ustedes mismos los primeros en hablar de "La Potencia de las Tinieblas", de "el oscuro poder del Mal"? No teman la metáfora"cuando es convincente. Ahora bien, encuentro en ella un empleo más eficaz para hablar de esta parte nocturna del hombre que no se puede explorar, con la que uno no puede comprometerse si no se arma, se reviste, se embalsama, se cubre con todos los ornamentos del lenguaje. Pero sobre todo cuando se intenta cumplir el Bien -notemos que distingo muy rápido el Bien del Mal, pero que de hecho son categorías que sólo ustedes
pueden distinguir más tarde; sin embargo, es todavía a ustedes a quienes me dirijo, les concedo esta cortesía- si se intenta, digo, cumplir el Bien, se sabe adónde se va y qué es el Bien, y que la sanción será benéfica. Cuando es el Mal, no se sabe aún de qué se habla. Pero yo sé que Él es el único que pude suscitar bajo mi pluma el entusiasmo verbal, signo aquí de la adhesión de mi corazón. En efecto, no conozco otro criterio de la belleza de un acto, de un objeto o de un ser, que el canto que suscita en mí, y que traduzco en palabras para comunicarlo a ustedes: es el lirismo. Si mi canto era bello, si los ha turbado, ¿se atreverán a decir que aquello que lo inspiró era vil? Podrán ustedes pretender que existen palabras desde hace mucho tiempo encargadas de expresar las actitudes más elevadas, y que es a ellas a las que he recurrido para que lo menor parezca elevado. Puedo responder que mi emoción reclamaba justamente esas palabras y que ellas vienen muy naturalmente a servirla. Llamen entonces, si su alma es baja, inconsciencia al movimiento que lleva al niño de quince años al delito o al crimen, yo lo llamo con otro nombre. Porque es preciso un atrevimiento orgulloso, un gran coraje para oponerse a una sociedad tan fuerte, a las instituciones más severas, a leyes protegidas por una policía de la cual la fuerza está tanto en el temor fabuloso, mitológico, informe, que instala en el alma de los niños, como en su organización.
Aquello que los conduce al crimen es el sentimiento novelesco, es decir, la proyección de sí en la más magnifica, la más audaz, finalmente la más peligrosa de las vidas. Yo traduzco para ellos, puesto que ellos tienen el derecho a utilizar un lenguaje que los ayude a aventurarse... ¿A dónde, creen ustedes? No sé. Ellos tampoco lo saben, aún cuando su fantasía fuera definida, pero eso está más allá de vuestros dominios. Y yo me pregunto si ustedes no los persiguen también por despecho, porque ellos
los desprecian y los abandonan.
Para ustedes, no preconizo nada. Desde el momento en que hablo me dirijo menos a los educadores que a los culpables. Para la sociedad, en su favor, no quiero inventar algún dispositivo nuevo con el objeto de que ella se proteja. Confío en ella: ella sabrá bien, sola, cuidarse del gracioso peligro que son los niños criminales. Es a ellos a los que hablo. Les pido que no se avergüencen jamás de lo que hicieron, que conserven intacta en ellos la rebeldía que los ha hecho tan bellos. No hay remedios, así lo espero, contra el heroísmo. Pero, tengan cuidado, si hay entre los valientes que me escuchan algunos que no han cambiado la sintonía, que sepan que tienen que asumir hasta el fondo la vergüenza, la infamia de ser almas bellas. Que juren ser salvajes hasta el fin. Serán crueles para agudizar aún más una crueldad con la que los niños resplandecerán. Quien por la dulzura o los privilegios intenta atenuar o abolir la rebelión destruye para sí toda oportunidad de salvación. Y nadie puede excusar el crimen si no ha sido antes culpable o condenado.
Morismas de esta clase parecen surgir suscitados por ese lirismo del que hablaba hace un momento. Lo admito. Para enunciarlos, no me apoyo sino en una sola autoridad: el dolor que experimentaría al proponerles lo contrario. Pero ustedes mismos, ¿sobre qué hacen descansar sus reglas morales? Sufran, por lo tanto, que un poeta, que es también un enemigo, les hable como poeta y como enemigo. El único medio que tendrán las grandes personas, los hombres honestos, de salvaguardar cualquier belleza moral, es el de negar toda piedad a los muchachos que no quieren hacerlo. Porque no crean, Señores, Señoras, Señoritas, que les basta con inclinarse con solicitud, con indulgencia, con un interés comprensivo hacia el niño criminal para tener derecho a su afecto y a su gratitud: habría que ser este niño, tendrían que ser también ustedes el crimen y santificarlo por una vida magnífica, es decir, por la audacia de romper con la omnipotencia del mundo. Ya que nos dividimos desde que lo hemos querido, que nos atrevimos a esta ruptura entre los no culpables (no digo inocentes), los no culpables entre los que están ustedes y los culpables que somos nosotros, sepan que hay toda una
vida que los conducía de este lado de la barrera desde donde ustedes creen poder, sin peligro y para vuestro bienestar moral, tendemos una mano de auxilio. En lo que a mí respecta, he elegido: estaré del lado del crimen. Y ayudaré a los niños no a recuperar vuestras casas, vuestras fábricas, vuestras
escuelas, vuestras leyes y vuestros sacramentos sino a violarlos.
¡Ay! Temo no tener ya esa misma virtud desde el momento en que, por algo que no es solamente un error de los organizadores de estas charlas, acepté demasiado fácilmente hablar por radio. Los diarios muestran aún las fotografías de cadáveres que desbordan los silos o cubren las llanuras, atrapados en las zarzas erizadas de púas, en los hornos crematorios; muestran uñas arrancadas, pieles tatuadas,
¡Ay! Temo no tener ya esa misma virtud desde el momento en que, por algo que no es solamente un error de los organizadores de estas charlas, acepté demasiado fácilmente hablar por radio. Los diarios muestran aún las fotografías de cadáveres que desbordan los silos o cubren las llanuras, atrapados en las zarzas erizadas de púas, en los hornos crematorios; muestran uñas arrancadas, pieles tatuadas,
curtidas por los reflectores: son los crímenes hitlerianos. Pero nadie se ha dado cuenta de que desde siempre en las cárceles de niños, en las prisiones de Francia, hay torturadores que martirizan a los niños y a los hombres. No es importante saber si unos son inocentes y otros culpables a los ojos de una justicia más que humana o solamente humana. A los ojos de los Alemanes, los Franceses eran culpables. Nos han maltratado tanto en prisión, y tan cobardemente, que siento envidia por vuestras torturas. Porque son similares y aun mejores que las nuestras. Bajo la acción del calor la planta se ha desarrollado. Ya que fue sembrada por los burgueses que hicieron las prisiones de piedra, con sus guardianes de la carne y del espíritu, me alegro de ver finalmente consumido al sembrador. Estos valientes hombres, que son hoy un nombre dorado sobre el mármol, aplaudían cuando pasábamos con los tobillos engrillados y un policía nos rompía las costillas. Una sola bofetada de sus gendarmes fue vivificada por la sangre ardiente de los héroes del Norte, se ha desarrollado hasta convertirse en una planta maravillosa de belleza, de tacto y de habilidad, una rosa cuyos pétalos torcidos, rasgados, que muestran el rojo y el rosa bajo un sol de infierno lleva nombres terribles: Maídenek, Belsen, Auschwitz, Mauthasen, Dora. Me saco el sombrero.
Pero seguiremos siendo vuestro remordimiento. Y sin ninguna otra razón que para embellecer todavía más nuestra aventura, porque sabemos que su belleza depende de la distancia que nos separa de ustedes, porque lleguemos donde lleguemos, lo sé, las riberas no son diferentes, pero en vuestras playas bien ancladas os distinguimos pequeños, gráciles, caprichosos, adivinamos vuestra impotencia y vuestras bendiciones. De todos modos, alégrense. Si los malvados, los crueles, representan la fuerza
contra la que ustedes luchan, queremos ser esta fuerza del mal. Seremos la materia que resiste y sin la que no habría artistas. Charlatanería romántica, dirán ustedes. Ahora bien, sé que la moral en nombre de la cual ustedes persiguen a los niños, apenas si la aplican. No se los reprocho. Vuestro mérito
consiste en profesar principios que tienden a regir vuestra vida. Pero tienen demasiado poca fuerza para entregarse completamente a la virtud, ni completamente al Mal. Ustedes preconizan una y reniegan del otro, del que sin embargo se benefician. Reconozco vuestro sentido práctico. Pero
no puedo cantarlo. ¡Acúsenme por tanto de lirismo! Pero si ocurre que uno de vuestros jueces, un secretario de tribunal, un director de prisión hace en mi pecho estallar y elevarse un canto, señores, ustedes serán los primeros en enterarse.
Vuestra literatura, vuestras bellas artes, vuestras diversiones de sobremesa celebran el crimen. El talento de vuestros poetas ha glorificado al criminal que en la vida odiáis, sufrid que por nuestra parte despreciemos a vuestros poetas y a vuestros artistas. Podemos decir hoy que es necesaria una rara desvergüenza al comediante que se atreve a fingir en escena un asesinato cuando hay cada día niños y hombres cuyo crimen, si no siempre los conduce a la muerte, los carga con vuestro desprecio o con
vuestro delicioso perdón. Que cada criminal se las arregle con su acto. Es preciso que extraiga de ello los recursos mismos de su vida moral, organice ésta alrededor de sí mismo, obtenga de ella lo que la vuestra le rehúsa.
Para sí -y sólo para sí y por un tiempo muy breve, porque tenéis el poder de cortarle la cabeza- se convierte en un héroe tan bello como los que os conmueven en vuestros libros. Si vive, para seguir viviendo consigo, necesita más talento que el poeta más raro. Sin embargo, los héroes que llenan vuestros libros, vuestras tragedias, vuestros poemas, vuestros cuadros están hinchados, son todavía el
ornamento de vuestra vida al tiempo que despreciáis sus modelos desdichados.
Hacéis bien: ellos rechazan vuestra mano tendida. Si los que me escuchan vieron el film "Sciuscia", se sintieron conmovidos por el juego delicado del sentimiento de niños unidos por el amor más sutil. Admiraron la aventura que no se atrevieron a vivir, pero nadie pensará que existen esos héroes encantadores en la vida misma. Que roben verdaderos billetes de banco a verdaderos padres. Sin duda, lo que se llama el talento de los comediantes nos ha dado tan bellas imágenes; sin embargo, aquéllos que fueron sus modelos más o menos exactos, realmente han sufrido, han sangrado, han llorado (más raramente) y la gloria del mundo se les niega. Soportáis por tanto el heroísmo cuando está domesticado (señalo al pasar que vuestros hechiceros, vuestros artistas, lo domestican
para vosotros, abordándolo sin embargo de lejos). Ignoráis el heroísmo en su verdadera naturaleza de carne, que sufre en el mismo plano cotidiano que vosotros mismos. La verdadera grandeza os roza. Vosotros la ignoráis y preferís su simulación.
Ahora bien, si los niños tienen la audacia de deciros no, castigadlos. Sed duros para que no os usen. Pero desde hace mucho tiempo, hacéis trampa. En vuestros Tribunales, en vuestras Cortes, ya no observáis el ceremonial del ritual -no porque lo hayáis reemplazado por una crueldad
más íntima, una crueldad en pijama, si puedo decirlo así, sino porque por una grave ligereza (un grave descuido), vosotros venís a la sala de audiencias con un vestido remendado cuyos forros a veces no son ni siquiera de seda sino de rayón o de lustrina. Aplicaréis por tanto todas las reglas del
código y ante todo las más formales. El niño criminal ya no cree en vuestra dignidad, porque se ha dado cuenta de que estaba hecha de un cordón desteñido, de un galón descosido, de una piel gastada. El lucro, el polvo y la pobreza de vuestras sesiones lo desconsuelan. Está a punto de ofreceros un poco de majestad que sabe obtener de una sesión más solemne donde comparece en secreto mientras vosotros proseguís bajo sus ojos vuestro infantil simulacro. Por poco, la familiaridad os conduciría a darles golpecitos en las mejillas, a tomarle el mentón, si no temiéseis que se os acusase no de indulgencia paterna sino de abominables sentimientos. Pero yo me alegro de que no sea así, y mi humor os parece muy pesado. Vosotros estáis seguros de que salvaréis a esos niños. Felizmente a la belleza de los pillos de más edad que ellos admiran, a los asesinos altaneros, no podréis oponer nunca más que vigilantes ridículos, apretados en un uniforme mal cortado y mal llevado. No hay ninguno de vuestros funcionarios capaz de conducir a los niños y hacerles tener éxito en la aventura que ellos mismos han iniciado. Nada reemplazará la seducción de los fuera-de-la-ley. Porque el acto criminal tiene más importancia que cualquier otro, ya que es aquél por el cual uno se opone a una fuerza tan
grande, moral y física.
Creéis, también, en la belleza de Vacher, de Weimann, del Ángel Sol. Me levanto contra esta afirmación: "que había en ellos maravillosas posibilidades de las que se habría podido sacar partido...". He aquí un lenguaje que sólo vosotros podéis sostener, es el de la sociedad, pero estaríais
en problemas si os interrogara con rigor. Ellos han extraído de sí mismos las más maravillosas posibilidades. Os queda, si no los conquistáis con dulzura, curar a los niños, porque tenéis a vuestros psiquiatras. A propósito de estos últimos, bastaría plantear algunas cuestiones simples y cien veces planteadas. Si su función consiste en modificar el comportamiento moral/de los niños, ¿es para elevarlos a qué moral? ¿Se trata de la que se enseña en los manuales escolares? Pero el hombre de ciencia no se atrevería a tomarla en serio. ¿Se trata de una moral particular elaborada por cada médico? ¿De dónde saca éste su autoridad? ¿Para qué esas preguntas? Se las escamoteará. Sé que se
trata de la moral corriente, y el psiquiatra queda bien parado dando a los niños el bello nombre de inadaptados. ¿Qué puedo responder? A vuestras artimañas opondré siempre mi astucia.
Hoy, ya que está permitido por quién sabe qué error, a un poeta que fue de los suyos, hablar por este micrófono, quiero volver a expresar mi ternura por esos muchachos sin piedad. Casi no tengo ilusiones. Hablo en el vacío y en la oscuridad, sin embargo aunque sólo fuese para mí,
quiero todavía insultar a los que insultan.